lunes, 19 de mayo de 2014

Jaque de Jano





Cuenta Arthur Koestler en su apasionante autobiografía, que su apellido  es una invención de su abuelo, quien en la guerra de Crimea escapó a través del monte hasta llegar a Hungría. Kestler o  Koestler, era allí un apellido común, perfecto para pasar inadvertido. El abuelo se casó en Budapest, donde vivió desde 1860. Jamás reveló su verdadero apellido y origen, quizás para proteger a sus descendientes o para ocultar un pasado del que se avergonzaba.


El último recuerdo de su abuelo se remonta al año 1911  y está enlazado con el bocadillo de jamón que le compraba los domingos. Jamón que se comía el niño Koestler, mientras el abuelo se abstenía sin dar otras razones que los prejuicios, de los que no se pudo zafar nunca,  fruto de la estricta educación que recibió en Rusia. La ley mosaica, el judaísmo no explícito de su familia marcó la vida del escritor en sus primeras aventuras políticas.

Desde que leí sus autobiografía, sus novelas y más tarde los ensayos sobre ciencia, psicología social y por último, parapsicología - por este orden- no queda rastro de mi fe en la bondad de las ideologías políticas (o eso creo) que dejaron su mortífera huella en el siglo XX. 

La personalidad de Arthur Koestler fue magnética, concitó odios y  simpatías, cosa nada rara en un intelectual que atravesó el siglo con una valentía personal insólita. No me refiero a viajes físicos, que también, sino al permanente desafío ideológico, cuando muy pocos se atrevían a denunciar el totalitarismo. Con Albert Camus escribió un libro contra la pena de muerte, ambos  abominaron de las purgas estalinistas y del fascismo.
Recibió como premio por sus desvelos, dos condenas de muerte: una dictada por Franco, en Málaga, durante la guerra civil, acusado de espiar para los comunistas; la otra estaba escrita en alemán, con la firma de  Hitler. Sobrevivió a los fusilamientos gracias a azarosas circunstancias que analizó más tarde, en su época de escritor de fenómenos extrasensoriales.

              
En 1932 atravesó la URSS y China en unas condiciones arriesgadas, sometido al control y  la desconfianza de las autoridades. El viaje le permitió conocer de primera mano a comunistas convencidos, escritores y poetas caídos en desgracia por no someterse a la disciplina del partido y supo de la impávida ceguera de los burócratas que solo obedecían órdenes. De esa experiencia se nutrió para posteriores obras, también le convenció de que era un régimen indefendible. En 1939 abandonó su militancia comunista, fundó ese mismo año un periódico en París en el que denunció el pacto ruso alemán de no agresión. Su actividad y actitud crítica le costó el confinamiento en un campo de concentración en 1941, lo relató poco después de su liberación, en la novela  La espuma de la Tierra.  En El cero y el infinito, novela de 1937, se encargó de explicar al mundo cómo funcionaban los juicios estalinistas, a través del personaje de un anciano bolchevique  que es acusado de crímenes contra el Estado y cuya inocencia enterrará con la confesión forzada de los inexistentes delitos.


En 1978 publicó un extraordinario ensayo: Jano,  sobre la cuestión que más le había interesado durante toda su vida: las raíces del Mal encarnado en cualquier totalitarismo, sea la fe ciega en un sistema religioso, social o ideológico; aquéllos que a lo largo de la historia han provocado millones de muertes e incontables sufrimientos. El libro se publicó en España en  1981, no ha vuelto a reeditarse, creo que está descatalogado. 

Jano era el dios romano de las puertas, según explica Frazer en La rama Dorada. La efigie del dios de las dos cabezas se ponía en la entrada de la casa como protección del hogar,  simbolizaba la perfecta custodia,  con una mirada al interior y otra al exterior. La doble cabeza del dios aseguraba una vigilancia sin fisuras. En la obra de A. koestler, Jano adquiere un poderoso significado: las dos cabezas son el reflejo del ser humano, de su parte visible e invisible; de nuestros anhelos por la persecución fanática del Bien  que puede acabar convirtiéndose en una fuerza destructiva pavorosa; del pasado que da la espalda al futuro.


El escritor niega que el egoísmo personal sea el culpable de las barbaridades a las que nos entregamos de manera cíclica, disfrazadas con el nombre de guerra, mito nacional, campo de reeducación, paraíso social,  religiones y sectas de todo pelaje.
Examina el funcionamiento del individuo dentro de un grupo. Estos últimos años se han conocido experimentos sociales y psicológicos de laboratorio que confirman la tesis de Koestler en relación a la influencia del grupo y la autoridad sobre los individuos. Hay un buen ejemplo en la película La ola, basada en un caso real de adoctrinamiento fanático de un grupo de estudiantes.  


La ola, película del director Dennis Gansel. 2008


"El hombre no es ni ángel ni demonio, pero es en los intentos de hacer de ángel cuando se convierte en demonio". Esta cita, conocida como la paradoja de Pascal, le sirve a Koestler para señalar el fanatismo como la raíz del Mal. La tentación totalitaria es una constante en las sociedades humanas. Quienes se someten a la Causa Justa por la que merece la pena morir y matar, se rinden a la autoridad de un líder.Un sometimiento infantil que anula los valores personales y la facultad crítica a cambio de la seguridad que proporciona pertenecer al grupo. La siguiente pregunta que se hace A.Koestler -y tantas personas- es el porqué de nuestra incapacidad para sacar lecciones del pasado, por qué caemos en los mismos errores, siglo tras siglo. Quizás sea la combinación de ideas simples, débiles argumentos  racionales y potentes consignas que excitan la emoción, donde reside el núcleo de esa fascinación del ser humano siempre dispuesto a abrazar una identidad colectiva que satisfaga el deseo de pertenecer a algo grande, trascendente, más allá de su humilde yo irresponsable de sus actos, por más horrendos que sean.  

En una de las últimas entrevistas que concedío antes de suicidarse los 77 años, afirmó que era un hombre con indignación crónica cuyo paraíso personal se reducía a escribir todos los días mil palabras, de las que solo doscientas consideraba aceptables. De las que cierran esta entrada puede sentirse orgulloso.
"La forma más elevada  de creatividad humana  es intentar salvar  el espacio  entre el plano trivial  y el trágico de la vida humana"  
                                 
       

sábado, 26 de abril de 2014

Teorema de la frase-loro



El día de sant Jordi, camino de la caseta donde firmaba libros un amigo, tuve que sortear una larga cola que me impedía avanzar hasta mi destino. Era tal la muchedumbre que me rendí, dejé de luchar, desistí de avanzar con mi  ritmo habitual. Mientras me movía con pasito corto, le pregunté a una señora que quién firmaba allí, la de la tele, me contestó. La princesa del pueblo. ¡Oiga, pero es que ella también tiene derecho y escribe de sus cosas!  La aclaración vino a cuento, presumo, porque mi expresión no le gustó. Señora, todo el mundo tiene derecho, efectivamente, y esa princesa vende su producción escritoril con gran éxito, como es de ver. ¡Ah, bueno, si es así!  

Con el perdón de la señora que esperaba la firma de la escritora venerada, esquivé cientos, miles de personas hasta llegar a la Rambla de Cataluña, la cabeza me daba vueltas con el asunto sant Jordi, fiesta cívica ejemplar, prueba de amor y respeto por la lectura y etcétera. 





Otros años he pasado el día fuera de Barcelona, en jacarandosa celebración del cumpleaños de una persona muy próxima, lejos del ritual de las masas, por lo que esa congregación multitudinaria de fieles de la cultura me dejó boquiabierta. No sé qué me pasó, tenia pinta de estar bajo los efectos de un trance, porque me dio por recordar títulos de novelas que leí hace años: La reunión tumultuosa, del malogrado Tom Sharpe; La Marcha Radezsky,de Joseph Roth; La Guerra de las Galias, de Julio César; Manual del superviviente, que no recuerdo el autor porque lo regalé a los boy scouts de mi pueblo y Los conquistadores de lo inútil de Lionel Terray, un alpinista extraordinario por el que hubiera hecho cola, incluso habría  mordido y arañado con tal de contemplar su rostro curtido y arrugado. Soy tímida y creo que no me habría atrevido a pedirle una dedicatoria.



  
Dicen que nuestros pensamientos, las ocurrencias, reflejan el estado mental, y desde luego, esa tarde mi  mente trazaba un paralelismo de la calle que pisaba con las grandes hazañas de la humanidad, algunas bélicas, qué le vamos a hacer; manifestaba mi deseo de salir de allí a toda pastilla, pues los movimientos de  multitudes siempre me han producido repelús. La culpa de este trauma la tiene mi tía, ahora monja tibetana,  que me obligó a ver El doctor Zhivago y Los Diez mandamientos a la tierna edad de once años y en una misma tarde noche. Dos películas en las que las escenas de gentío son apabullantes. Quizás a ella también le afectó y por eso  vive hoy en Buthan, en compañía de dos yaks.

De los muchos escritores que firmaban libros, a los que ni siquiera pude vislumbrar,  los había con oficio, como Eduardo Mendoza, pero otros, pobrecillas mías, son los sobrevenidos, personas a quienes la literatura  no les repapila (Según la Rae,  repapilarse: rellenarse de comida, relamiéndose con ella





Quiero decir que el escritor sobrevenido escribe por mor de la oportunidad de ganar un dinero extra gracias a la fama -tan efímera- o bien, por afán de notoriedad, para chulear entre el vecindario; también por la  vanidad de ver su nombre estampado en un libro, por último quienes pagan por autodenominarse escritores pero no  atinan a saber en qué consiste la cosa.  No importa qué les empuja a escribir, ni soy yo nadie para juzgar  los motivos, el porqué sí y el porqué no, la cuestión es que si se empeñan en escribir deberían hacer caso de un consejo, no es mío, atención, sino de dos escritores de probada solvencia: Flaubert y Valéry, hay otros pero por ahora  vamos a quedarnos con los franceses. 
La frase perroquet, sería, por ejemplo: Llovía y el barón de la Fleur  fanée dejó su sombrero en la silla de madera de peral, tapizada con raso veneciano en cuyas aguas retozaban tres flamencos*.   





¿Que efectos tienen las frases loros en un texto? pues que aburren, no añaden sentido a la historia, banalizan y son puro relleno para llegar a un número de páginas predeterminado. Se puede distinguir una obra maestra de un catálogo de colchones con pretensión de novela erótica, por el número de frases anodinas, repetitivas, carentes de sustancia. ¿Quieren hacer la prueba? Abran un libro al azar, lean una frase cualquiera, hay que repetir la operación media docena de veces, sin son más de tres las frases loros, se cierra el libro para dejarlo donde estaba, y así  hasta dar con uno que tenga lo que ha de tener. 
Voy a demostrarlo. Un momento, por favor. Aquí está, tengo entre mis manos un libro, abro y leo: 

La sensibilidad -más frágil- de Federico se rompió primero. Después de cierta escena violenta, gritó , como gritan los panaderos al sacar del horno el último panecillo:
-¡Hemos terminado!  

 Ahí lo dejo, quizás en la próxima entrada, si nadie lo ha adivinado, descubra al autor de estas frases que como puede apreciarse, están en las antípodas de la escritura hueca.       

*A menos que la silla tapizada de raso veneciano fuera el arma del crimen.                 





domingo, 23 de marzo de 2014

Camino de Oriente


Ruinas cristianas de El-Kharga. Egipto.


Cuando leí  Desde el Monte Santo, viaje a la sombra de Bizancio del escritor británico William Dalrymple, se me cayeron varias vendas de los ojos. La principal fue perder el orgullo de pertenecer a la especie humana (aunque no sé si alguna vez lo tuve). Qué lástima no nacer libélula o genciana del campo, tan efímeras ellas y despreocupadas por el día de mañana, pero no,  me ha tocado ser miembro de la familia de los grandes monos, con tecnología para autodestruir el mundo en segundos. ¿Y tú, niña, de quién eres?  Pregunta típica en los pueblos que ahora, visto lo que nos rodea, merece una respuesta más precisa que la del linaje social: pues yo soy de los primates erguidos, de esos locos por adquirir, anexionar, dominar a quienes se pongan a tiro; narcisistas, retorcidos, bravucones. Una perla de familia, vamos.  



William Dalrymple.The Sunday Tribune

William Dalrymple es un escritor británico concienzudo, erudito y  fortachón. Un garbanzo negro.  De la clase  rara de escritores  que son capaces de planear un viaje durante años, estudiar el territorio con  mapas y  documentos polvorientos, sacados de bibliotecas convertidas en su hogar  mientras aprenden  lenguas exóticas.
 
En junio  de 1994 el escritor inició el viaje en el Monte Athos y  lo acabó  en 20 de diciembre en El Kharga,  Egipto. A pie, en coche, autobús, tren o cualquier medio de locomoción que pudiera llevarlo  por la ruta que siguiera Juan Mosco y su discípulo Sofronio en el año  587 de nuestra era.  
El prado espiritual fue su guía, el manuscrito original se conserva en el Monasterio de Iviron, fue  escrito por Juan Mosco,  relata su paso por las comunidades cristianas de Oriente y cuya copia sirvió a Dalrymple para planear el viaje, siguiendo con exactitud la misma ruta, sin saltarse etapas, lo que tiene mucho mérito pues algunas de las zonas, como en el Líbano y Turquía oriental, por ejemplo, se libraban guerras étnicas, y ya sabemos cómo las gastan los nacionalistas cuando se enfundan el traje militar.

No es un libro religioso, ni de viajes pintureros, en los que el autor se exhibe en un continuo autobombo. No, es una sensible y bien escrita crónica de cómo  viven  y, sobre todo, mueren quienes habitan  los pueblos en las que aún pervive la tradición cristiana oriental. Deja hablar, que sea el lector quien extraiga las consecuencias de lo que lee; transcribe conversaciones con jóvenes, niños, viejos, familias hostigadas por el fundamentalismo, sea islámico, judío o de cualquier signo; gente a quienes nadie presta atención porque no encajan en ninguno de los grupos nacionales y religiosos. 


Monasterio Eski Gümusler. Turquía
Desde el Monte Santo, cuenta la vida cortidiana de los cristianos en las ciudades, y también  en los escasos monasterios, eremitorios y cuevas que siguen casi como en la época de Moscoso; sus ritos, el silencio, la contemplación, la supervivencia en tiempo de guerra, que es en esas tierras el pan de todos los días, sin ir más lejos: Siria

He leído otros libros de Dalrymple, por ejemplo Nueve vidas, sobre los místicos y santones de la India. Le tengo cariño, como si fuera un amigo entrañable porque es un escritor competente, historiador de formación,  no  imparte doctrina y es un narrador poderoso, siempre en segundo plano, al servicio de la historia que escribe.
Mi edición de bolsillo la tengo siempre cerca, con las páginas llenas de remiendos con celo, anotaciones, subrayados y tan perjudicado como la comunidad copta de Deir ul-Muharraq.    

                   

    

lunes, 24 de febrero de 2014

Pobre, pequeño y feo


Interior librería Canuda. Foto del blog Maranna.wordpress.com


La última vez que me acerqué a huronear por la librería Canuda,  ahora cerrada y tapiada, a la espera de ser transformada en una tienda de ropa, encontré el libro del que no leí el prólogo hasta que lo acabé.

No había leído a  Giovanni Papinini  busqué la ocasión. Intento que los prejuicios no me cieguen,  pero he de reconocer que con Papini sí influyó la consideración de que era un escritor que estaba fuera de mis intereses lectores; me empeciné en creer que no conectaría con él, que era casi seguro un rancio, cuyo  mérito fue estar de moda hace años. Y así pasaron los años, como  canta Luis Eduardo Aute.

Giovanni Papini murió el 8 de julio de 1956, ciego y paralítico, después de la muerte de su hija Gioconda. Nacido en 1881, asistió poco a la escuela, debido a la modesta economía familiar, pero su capacidad y resolución pudieron con todas las limitaciones. A los veintidós años fundó la revista Leonardo, donde escribió artículos en los que dio a conocer personajes de su época, en especial a filósofos de quienes apenas un puñado de gente había oído hablar en esa fecha, como es el caso de Kierkegaard




Gog El libro negro, es por ahora lo único que he leído de él. Una edición de 1962, con el nombre de la propietaria en la primera página, escrito con caligrafía inglesa y una fecha: Casilda Roig, 3 de noviembre de 1963, algunas frases subrayadas con lápiz verde ya muy desvaído, y párrafos con signos de admiración en los que remarcó palabras como metásofo. Cualquiera con un lápiz en la  mano habría hecho lo mismo. Compré el libro sin pensarlo dos veces,  y lo hice por Casilda.
  
Quise leerlo enseguida, estaba ya a punto de empezar por el prólogo cuando decidí aventurarme en la lectura, siguiendo solo la pista de las anotaciones de esa mujer, de nombre tan bonito y poco corriente. No quería que el  prólogo me marcara el paso, que la opinión de un tercero me influyera; quería llegar a Papini con la inocencia de una párvula que empieza a distinguir las letras.  



He descubierto un escritor inmenso, poderoso y con el arrojo de los quince años intactoTan apasionante fue la lectura que, en aquellas noches de hace unos meses, me convertí en recalcitrante nocharniega, desvelada por culpa del libro de 511 páginas. Denso y mágico.Nutritivo. 

El escritor  presenta en la primera página a Gog, de quien dice es el verdadero autor, que  le regaló su diario y que él solo  ha  ordenado las hojas sueltas y desperdigadas para que pudiera ser  publicado: 

Me avergüenza decir dónde conocí a Gog: en un manicomio particular. Fui allí con  objeto de hacer compañía  a un joven poeta dálmata  a quien la pasión desesperada por una sombra – la amada  era una reina de la pantalla y únicamente en la pantalla le había sonreído- condenaba al delirio. 

William Blake. Satanás exultante sobre Eva, 1795


Las últimas tres páginas están dedicadas al poeta, místico y pintor británico William Blake, un broche perfecto para cerrar un libro asombroso, en el que la mejor entrevista a Einstein no ensombrece el lamento de un canibal arrepentido y melancólico       


Las notas personales sobre la vida del escritor, las he sacado del magnífico y bien documentado prólogo. Antes de que cierren todas las librerías de lance que quedan en Barcelona, tengo intención de embarcarme en una razzia en busca de Papini, de su prologuista Enrique Palau y del traductor Mario Verdaguer. Merece la pena esta empresa, antes de que  los libros de viejo sean sustituidos por ropa made en Indochina. 
¡Ah, si doña Casilda está viva y quiere recuperar su libro, no tiene más que  pedirmelo!                 
 
          

lunes, 3 de febrero de 2014

El argumento o la vida



VVEINVENTYOU






¿De qué trata la vida?  De lo mismo  que la literatura, y viceversa: gente a la que le ocurren cosas con un desenlace  previsible o inesperado.
En algunos casos, el nexo causa-efecto está presente de manera clara, el personaje sufre las consecuencias de sus actos, y cuando eso pasa, nos sentimos mejor porque nos reafirma  en la idea de que el mundo está regido por un cierto orden,  confiamos en la existencia de una  Ley Universal inapelable, se llame  Karma o Justicia Divina,  ambas son coincidentes en el mecanismo de compensación  encargado  de repartir sanciones  y  retribuir cualquier acto humano,  sea bueno,  malo o regular.

             


vvinventyou




En las novelas, el interés de los lectores se mantiene  formulando preguntas y retrasando respuestas. Esta definición es del escritor David Lodge,  y me parece muy pertinente también para aplicarla a la vida humana, solo que en este caso, la diferencia con la ficción reside en el  nudo, ya saben: planteamiento, nudo y desenlace. El nudo es el meollo de la historia y la parte más peliaguda,  oscura e incomprensible, cuando se trata de entender  la vida de un ser humano de carne y hueso.
Algunos autores exhiben una sabiduría asombrosa, demuestran  un  conocimiento intuitivo de los mecanismos psicológicos que ocurren dentro de nuestras cabezas, son capaces de crear una emoción intensa de repulsión y también de agradecimiento, con un final reconfortante en el que el Mal recibe su merecido. Otros escritores se complacen en mostrar un mundo caótico, sin premios ni castigos o con ellos, pero  repartidos al tuntún,  o lo que es peor, con premio para el  asesino.


Caravaggio, fragmento de Descanso en la salida de Egipto



A la escritora Patricia Highsmith, le encantaba dejar a los lectores con mal cuerpo, sobre todo en la saga de Ripley, las cinco novelas en las que Tom Ripley, un asesino, ladrón y amoral vive como un rajá, tan campante y  sin ningún tipo de remordimiento. El asunto es que Highsmith  se las ingeniaba muy bien para que los lectores sientan  cierta simpatía – o mucha- por el tal Ripley.  Un tipo bien parecido, rico y con una envidiable existencia.¿Tanto poder tiene la literatura para transformar las emociones y limar la sensibilidad moral?
La respuesta es sí, y se amplía a todas las expresiones artísticas y pseudoartísticas –sin mencionar  la propaganda de cualquier tipo, que está dirigida a crear opinión y modelar aspiraciones–.





















Vuelvo  a Highsmith, algunos de sus relatos y novelas han sido  llevadas al cine, como Extraños en un tren, de Hitchcok, o el Talento de Mr. Ripley. En ambas historias, aparece con deslumbrante claridad, sobre todo en Extraños en un tren,  la facilidad con la que cualquiera, un ciudadano normal y corriente,  puede convirtirse en un  asesino,  arrastrado por un acontecimiento fortuito, irrelevante  en apariencia  e imprevisible.  La certeza que inocula Highsmith  es la de  de que vivimos en un mundo caótico y que somos presa del azar,  por esta razón  dejé de leer sus relatos y novelas. La sustituí por P.G Wodehouse, que tiene un personaje un poco botarate, pero Guapo, rico y distinguido,  con un mayordomo ideal: Jeeves, que sabe de todo y aconseja la actitud correcta en todo tiempo y lugar. Y aunque también el azar es el causante de líos, delitos y lucha soterrada de clases, el Bien en las novelas de Wodhouse se abre paso  para ordenar el caos en forma de risas cuando las leemos, y lo adereza todo con  hermosas mansiones, vistas al mar calmo, entretenidos bailes al anochecer, y  socarrones criados que saben poner en su sitio a los Señores. Y como diría Gila, en las novelas de P.G Wodehouse se mata casi nada y muy mal.