Ammonite. Jacek Yerka.
Apenas llegué al aeropuerto, el de Barcelona, terminal 1, supe que jamás pisaría Madagascar. Se acabó el trabajo antes de haber empezado, las tortugas y su ciclo reproductivo no me interesaban. Mientras arrastraba mi maleta por el pasillo de salidas internacionales, cavilaba sobre las raras combinaciones y casualidades que habían concluido en una oferta de trabajo inverosímil, y mi delirante aceptación del encargo. ¿En qué estaría pensando cuando respondí que a mi no se me caían los anillos por pasar tres meses siguiendo el trazado que dejan las tortugas en la arena? Desde luego, no pensaba en Dostoievski ni en su pasión por la vida, tan bien reflejada en sus descripciones de ambientes brutales y cochambrosos, donde la veta de oro fino del ser humano luce como un repentino sol en la oscuridad de la noche.
¿Cómo es posible? me preguntaba, que una organización internacional me hubiera reclutado. Reclutar, verbo que deleita a los de recursos humanos, como si en vez de un contrato de trabajo, se dedicaran a ojear levas para una batalla, o peor, una guerra. Por error, mi perfil profesional fue a parar a un proyecto internacional, donde alguien que en tiempos pretéritos fue compañera de estudios, me ofreció un salario exiguo a cambio de la aventura tortuguil, total, me dijo, para registrar la población de esas bestias no hace falta ser una lumbrera, ni saber latín.
La apreciación tan rotunda de mis facultades intelectivas y cognitivas produjo tal efecto de fascinación, que no pude volver a ser yo misma hasta el día del viaje. Por lo visto, mi reacción no fue nada anormal, dentro de lo que cabe; se sabe que el ser humano tiene esa pequeña tara: le entontece que cualquiera, ya sea un taxista o la médico de la seguridad social, nos diga que lo sabe todo de nuestra personalidad. Es una mezcla de admiración y orgullo frente a quien ha perdido su tiempo en averiguar lo interesante que somos.
La reacción, lo sabe todo de mí, por lo tanto merece que cumpla sus expectativas, me provocó una ardiente disposición a caer bien a las tortugas; prometí ser sociable con mis colegas, amable con los cocineros de la reserva biológica de la biosfera o cómo se llamara aquel invento; y, sobre todo, a ser discreta en lo referente a mi pasado. Estudié en tres días el Inter-american sea turtle convention, me aprendí la taxonomía de las Cheloniidae y cometí el error de llevar en mi bolso Crimen y Castigo.
Una tarde extremadamente calurosa del principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S...y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Dovstoievski empieza con este párrafo la descripción de los atormentados pasos de Raskolnicov, como el título de la novela advierte, se trata de un crimen sancionado con el correspodiente castigo -7 años en Siberia-que culmina con un final feliz. Estas primeras palabras de la novela las leí en la lanzadera que me llevaba al aeropuerto; seguí con Raskolnicov en la cola de la facturación de Air France, destino Orly, era un vuelo con escala; pasado el control de pasajeros, continué leyendo, mientras tomaba un café en una de las desangeladas cafeterías: buenas tardes, Alena Ivanovna. Y fue en ese instante cuando recuperé el dominio sobre mis actos. Como Raskolnicov, si cometía el crimen de perseguir tortugas, para censarlas, debo aclarar, no para exterminarlas, el destino me reservaría un ominoso castigo. Porque un delito es, y muy gordo, andar por ahí haciendo lo que otros quieren y no lo que nosotros deseamos.