martes, 3 de mayo de 2011



¡Espérame en Siberia, vida mía!  de  Enrique Jardiel Poncela  es  tronchante y también,  muy  a pesar del autor, pesimista porque no puede ocultar su amargura, por más que la disfrace.  Durante una época de mi vida,  sólo leía Jardiel, que  fue un escritor de una imaginación descomunal  y un ingenio asombroso para dar con la frase exacta y contarnos  las mentiras más verdaderas. Por ejemplo, en sus aforismos refleja esa visión cínica y descreída del mundo; era un mirada excéntrica y muy distorsionada, un tipo de humor ibérico tragicómico, el mismo que cultivaba el guionista Rafael Azcona,  los dos siempre acababan enseñando la patita de la ternura y de la compasión con los infelices, personajes que se ríen mucho,  sobre todo de si mismos.  En ¡Espérame en Siberia, vida mía! Mario Esfarcies, el protagonista, intenta suicidarse quince veces sin conseguirlo, quince intentos de suicidio de muy variopintas maneras. En la última intentona, una mujer bellísima y muy elegante aparece en escena, también es una suicida que ha elegido pegarse un tiro en el mismo lugar que Mario, tras un hora de observarse uno a la otra, él le pide que lo deje matarse en paz, ella se niega a marcharse, se cuentan los motivos de la tremenda decisión y, claro, se enamoran. El diálogo se desarrolla así: 

-¿Va usted a matarse por el hombre del retrato?
-No. Ese hombre me adora y vive pendiente de mí, pero por eso mismo...¿Usted conoce  una cosa más desesperante que el amor de un hombre?
-Sí, el amor de una mujer.
-¿Cómo se llama usted? 
-Ahora la baronesa de Cáttaro, cuando rodaba por los cabarets de Europa, me llamaban Mimí Bazar.
-¿Mimí Bazar? ...Me gusta ese nombre ¿Por qué la llamaban Mimí? ¿Acaso por...?
-Sí, por eso.
-¿Y por qué la llamaban Bazar?
- Porque todo lo mío estaba en venta.
  
La novela fue escrita en 1929,  es una obra humorística, y como todas las suyas, estrambótica con el absurdo sobrevolando desde el principio al final. Después de la guerra civil española, sus cuatro novelas se prohibieron, quizás por esa razón Jardiel dejó de escribirlas para dedicarse al teatro. He recomendado muchas veces la lectura de sus novelas -sin éxito- Amor se escribe sin Hache o el último de sus libros, Exceso de equipaje, un compendio de novelas cortas, aforismos y artículos de prensa que releo porque la sagacidad y la brillantez de Jardiel no pasa de moda y siempre consigue hacerme reir.

La ilustración es obra del artista Jos de Mey, es una figura imposible.

                   

domingo, 24 de abril de 2011



Cuenta Cyril Connolly, aquel  crítico y escritor  británico, con un aspecto  a medio camino entre Hichtcock y  el actor Richard Attenborough, que su pasión bibliófila le llevó a coleccionar sólo primeras ediciones modernas, fiándose sólo de su criterio estético (y porque sólo costaban siete libras).  Compraba a contracorriente de la opinión general, desafiaba los consejos de libreros y  revistas literarias, en general coleccionaba novela de escritores noveles, pero no por afán de ser propietario de un futuro ejemplar convertido en valioso y susceptible de hacerle millonario, sino por puro disfrute personal porque la novela le gustaba, tras ojearla en la tienda.  Le horripilaban las estanterías uniformes, ordenadas y  vestidas con cubiertas y lomos clónicos. No sabemos si alguna de aquellos primeros ejemplares de las novelas que compró alcanzó éxito, si fue popular o pasto de cenáculos exquisitos.  En La alacena del adicto a la novela, Connolly explica su querencia por ciertos escritores, en especial menciona a Arthur Firbank, del que salvaría toda su obra. 

No tenía idea de la existencia de Firbank a quien tanto elogia Connolly, eso me ha hecho reparar en la muy  efímera fama literaria, y, por otro lado,  tan volátil como cualquier otra gloria, también la mediocridad humana desaparece con la misma rapidez, por suerte para todos. En la red he encontrado muchas referencias y varias de las  novelas de Firbanks disponibles en Amazon. Resulta que Connolly  dice algo que me ha parecido muy interesante referido a los que él considera artistas: quienes con sus libros hacen avanzar el espíritu humano. Es esta una declaración tan solemne como imprecisa. Simenon, Agatha Christie o Dorothy Sayers ¿pueden equipararse a Petrarca o Dante?  No tengo ni idea,  porque a estos dos últimos los conozco  por haber estudiado el contexto y algunos datos biográficos, pero no  he leído ni una  sola línea de sus obras.  Me gustaría poder decir lo contrario, y sin embargo  estoy  segura de que ellos contribuyeron a formar el estrato  cultural sobre el que ahora escribo.  Aunque si he de ser sincera, reconozco que mi relación con la literatura es  pasional, una atracción íntima que trenza   un vínculo; no sé si mis preferencias literarias conseguirán que avance el espíritu humano -ni  me importa-  pero si sé que cuando encuentro un autor que me habla me doy a la lectura como si compartiera un secreto que solo me afecta a mí.   


Edward Hopper, 1938 Compartement C, car 293.

sábado, 9 de abril de 2011


En el relato de Stefan Zweig, Mendel el de los libros, el narrador escribe: Gracias a él  me había acercado por vez primera al enorme misterio  de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura.  Sabemos que el caldo nutritivo de las grandes obras humanas se cuece en pucheros misteriosos: obsesiones, sueños, visiones. El protagonista del  cuento de Zweig,  vive una existencia fronteriza entre la realidad y su obsesión libresca. Otros han reconocido en los sueños el impulso decisivo para  tirar adelante una empresa alocada, imposible para un mundo que se orienta por criterios  racionales, sensatos. Muchas veces sueños y obsesión conviven juntos.  En los sueños no hay incongruencia, por más absurdo que nos parezca al despertar; el sueño no sabe de la lógica  dualista que gobierna nuestra vigilia porque su  mundo es el de las emociones y los símbolos. 
Soy una declarada  adicta a los sueños y a las ensoñaciones diurnas, y esa inclinación por lo onírico, antes vergonzante y ahora reconocida,  me ha servido como una linterna para orientarme por la vida. No soy la única. Salvando las distancias,  Arthur Koestler, por ejemplo, explica en sus libros El cero y el infinito y en  el Testamento español,  el decisivo papel  que tuvieron sus sueños y visiones para salvar la vida  durante la guerra civil española, cuando durante meses estuvo prisionero en Almería, acusado de espía comunista y con una condena de muerte sobre su cabeza. Entre los músicos, Haendel  contaba que los últimos movimientos de El Mesías los escuchó en sueños; también Berlioz soñó el primer movimiento de su Sinfonía fantástica.

Y vuelvo al principio de esta entrada, nos sobran ejemplos para reconocer en la reflexión de Zweig   una verdad como un puño: todo lo que de extraordinario y misterioso... Y aunque no los nombra,  detrás de una obsesión creadora duermen los sueños, fantasías diurnas, duermevelas o en el profundo descanso  de la noche; de esas llamaradas que crecen y se apagan en nuestra cabeza, se alimentan actos y decisiones, intuitivas o racionales, un fuego interno que nos empuja a alcanzar lo que un día - o una noche- nos deslumbró en sueños  ya  sea tocar el arpa,  aprender sevillanas o escribir una enciclopedia. I have a dream, pronunció Martin L. King y los negros dejaron de viajar separados de los blancos.  


Hasta dentro de unos días, me voy a dar una vuelta por esos satélites a ver qué se me ocurre.
 





Ilustración,  A quatre heures de  l'été. L' espoir, pintura al óleo de Yves Tanguy 1900-1955.

martes, 5 de abril de 2011



Si pudiéramos comprender en profundidad la mente humana probablemente la literatura debería buscar otras fuentes de inspiración, pongamos, por ejemplo,  la vida de los palmípedos: la interrelación  entre sus individuos, sus traiciones, lealtades y picoteos darían para narrar hermosas epopeyas sobre gansos y cisnes -de hecho el patito feo apuntaba al género novelístico palmípedo- Ahora esa especie animal acuática caracterizada por  poseer una membrana interdigital,  ha cambiado la denominación y ya no son palmípedos sino anseriformes.  Uno de mis primeros libros gordos lo leí a los ocho años,  fue el Maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, de la escritora Selma Lagerloff. No voy a glosarlo porque es innecesario, quien lo haya leído sabe de qué estoy hablando. El libro me hizo soñar durante muchos años en los que imaginaba volar a lomos de un pato salvaje; y es hoy y aún me recreo  con algunos de mis episodios favoritos. La mente humana, ese territorio ignoto, como algunos  refieren, tiene una misteriosa manera de proceder, de analizar, evaluar y  obtener conclusiones, casi siempre erradas. Resultado de todo lo anterior, son nuestras filias, fobias, obsesiones e indiferencias. En esos vericuetos, circunvoluciones de nuestro cerebro, semejante a un laberinto, se cuecen comportamientos asombrosos. 
En los años noventa el escrito italiano Emanno Cavazzoni, escribió  un libro al modo de hagiografía,  titulado Vida breve de idiotas. Son historias de personas reales, una por día, como si fuera un santoral mensual. Los personajes son reales, estaban internados en el manicomio -ahora esa palabra también está proscrita- de Reggio Emilia. Santos idiotas, personas que, en otras circunstancias históricas y sociales habrían sido  reconocidos, tal vez,  y  en algunos casos, santificados o/ y sacrificados.  Bien mirado, la mayoría de ellos fueron auténticos mártires.  Cavazzoni  explica el caso de un médico que en 1938 se prendó de unos zapatos de piel de color marrón, hasta ese día el médico había sido una hombre sensato, en la profesión y en la vida privada. ¿Qué  pasó por  su mente cuando vio aquel par de zapatos?  Sólo sabemos que los compró, los calzó  y hasta 1940,  fecha de su muerte, no consintió en liberar sus pies a pesar del dolor, las lesiones y por fin,  la gangrena que le produjeron y que fue la causa de fallecimiento. Por más que su hija -él era viudo- intentó convencerle para que dejara de lastimarse con unos zapatos de número inferior a su talla,  no hubo manera, pues el doctor siempre contestaba que siendo la piel de excelente calidad, pronto darían de si y se amoldarían a sus pies, por entonces ya gravemente lesionados.  Antes de morir elaboró una teoría sobre la función que la Providencia había destinado a nuestras extremidades inferiores: expuestos y sensibles nos fueron dados para poner freno al orgullo, la envidia y la codicia; de lo contrario tendríamos pezuñas como los caballos.
Ante tal elaboración, digamos espiritual,  lo único que se me ocurre es que la mente humana está atacada por un virus evolutivo que la ha desarrollado unos millones de años por delante de la biología humana. Es posible que los pies sean elementos trascendentales del psiquismo, que  la fobia a la arañas o el festival de Eurovisión tengan un sentido lógico en el futuro, pero por ahora, la mente humana sólo nos da disgustos, sobre todo cuando cualquier  sabio nos repite que poseemos grandes capacidades  de las que sólo usamos una ínfima parte. Pues menos mal.         
    
Ventanas, Istvan Oroszt, 1995.


                

jueves, 24 de marzo de 2011


Sendero trillado es un cuento de Eudora Welty, la escritora estadounidense que mejor ha  reflejado la condición humana, no sólo la del sur de Estados Unidos, de donde era originaria.  Escribió y fotografió  una sociedad que conocía muy bien, en la que se mezcla mezquindad, vulgaridad, codicia pero también generosidad y amor. Los personajes de Welty no son exclusivos del Mississipi, de Morgana -que siempre huele a Magnolios-porque  la especie humana  comparte los mismos rasgos psicológicos. En Sendero Trillado, la vieja negra Phoenix se adentra por inhóspitos territorios y carreteras con la intención de llegar a la ciudad. Es Navidad y va a recoger una medicina imprescindible para su nieto. Después de un largo camino, Phoenix  no puede recordar la razón de su viaje, hasta que una moneda que le ofrece la enfermera, en un gesto caritativo, le  devuelve la memoria perdida. Tiene otra moneda que encontró en el camino,  dinero suficiente para comprarle a su nieto  un molinillo de papel. El molinillo lo llevará en la mano y la medicina ayudará al chiquillo a respirar y tragar por la garganta quemada por la lejía. 

Phoenix, la abuela negra, quizás no tenga nada que ver con la abuela del pobre demente que ocupó  el asiento de mi coche, pero ambas tienen en común que llegan al límite de sus fuerzas por el amor a un nieto, en el segundo caso,  un amor ciego y  descerebrado. Eso ocurrió un día en el que en una curva de la carretera que lleva a mi pueblo, una anciana encorvada y completamente vestida de negro, me hizo una señal con la mano, a la manera expeditiva de un guardia de la circulación. Antes de reflexionar ya había parado el coche y abierto la puerta para que la anciana subiera, pero en vez de ella,  un hombre de casi dos metros - no exagero- salió  desde detrás de un muro y se sentó  a mi lado. La viejecita, me dio las gracias varias veces, a la manera oriental, juntando las manos y bendiciendo la hora en la que se me ocurrió parar. Sin ánimo, ni cuerpo para negarme, reconocí al  hombre que acababa de salir del psiquiátrico y que unos años antes se había cargado  a un vecino del pueblo. En el dos caballos inicié la conducción más trepidante que haya realizado jamás en mi vida. Desde que empezó el viaje, el psicópata me miraba fijamente, cada vez más cerca de mi cara, su aliento pastillero me despeinaba mientras frenética y con la cuarta marcha a todo trapo, intentaba descubrir qué podía usar para defenderme ante el inminente ataque. Ahí fue cuando me derrumbé porque el mechero del coche era la única arma disponible, esa cosa del tamaño de un dátil debería  salvarme la vida. ¡imposible!  De pronto, un pájaro pasó volando frente al parabrisas, en ese instante supe que estaba a salvo porque grité: ¡un pájaro!  y señalé con el dedo al gorrión que revoloteaba a pocos metros, el trastornado siguió mi dedo, quedándose un rato ensimismado mirando por la ventana. En cuanto se cansó ,  volvió a las andadas, a medio palmo de mi cara, de manera, que grité: ¡un árbol!  y luego: ¡una mariposa!,  ¡un avión!  ¡una casa! y etc. Veinte minutos de enumeración de todo lo que se cruzaba ante nosotros , incluso inventé un caballo, dos ciervos, una vaca. Cada vez más deprisa, sin darle sosiego,  gritaba los objetos que se me iban ocurriendo y lo más asombroso es que por muy inverosímil que fuera, el pobre loco seguía mis indicaciones y al no ver ni la vaca, ni los ciervos, ni el caballo, decía entristecido: ¿dónde? yo no lo veo Fíjate bien, si es que no prestas atención, le contestaba. Ahora me remuerde la conciencia, tampoco hacía falta tanto cinismo.                     

Portada del libro de fotografías de Eudora Welty publicado en 1989.                                     

sábado, 12 de marzo de 2011



Tenía prevista que la  entrada de hoy  fuera un relato simpático sobre un psicópata que se cruzó en mi vida una tarde de primavera. Era un psicópata conocido, por lo tanto iba sobre aviso  cuando ocupó  el asiento  de mi coche y me ordenó que le condujera hasta el  pueblo X.  Contaré la historia otro día, porque el suceso  se  ha convertido  en una de mis anécdotas preferidas. Todo acabó bien, durante la media hora que duró el viaje  tuve la oportunidad de observar de reojo al pobre desgraciado -con un crimen en su historial- supe que quería ser bueno  y amaba los pajaritos (vivos).  Un cuento verídico al estilo de Eudora Welty, la escritora estadounidense a quien dedicaré  otra entrada.    

Las consecuencias del terremoto en Japón, en particular y la reflexión sobre  los desastres  que afectan la vida humana en general, son motivos suficientes para que aplace el relato autobiográfico a cambio de compartir mi  visión sobre cómo los seres humanos nos sobreponemos a circunstancias destructivas, catastróficas para nuestra vida. Pocos son los que sin haber experimentado un suceso extraordinario de tal calibre, puedan imaginar hasta que punto es maleable nuestra identidad. El dicho gitano: qué malos son los buenos comienzos, encierra una enorme verdad porque quienes no han tenido que batir el cobre para salir adelante,  echarán en falta la lección en la que la vida explica la materia  con la que estamos hechos los seres humanos. Y con eso no estoy diciendo que debamos educar a los niños como  si fueran personajes dickensianos o  que nos vayamos a la falda de un volcán  a esperar que nos alcance la lava ardiente.  No es necesaria la temeridad, el momento trágico  aparecerá en nuestra existencia, lo queramos o no.  ¿Y cómo reaccionaremos?  ¿Seremos capaces  de aplicar la alegre doctrina con la que juzgamos a los demás cuando  nos toque a nosotros? Cuando  escucho a alguien que critica con dureza a un pobre miserable, imagino qué hubiera hecho esa persona en las mismas circunstancias y  el saldo sale negativo. El yo haría, yo en su lugar habría hecho esto y lo de más allá, me produce urticaria porque revela una gran ignorancia sobre  lo muy vulnerables que somos y lo fácil que es destruirnos a nosotros mismo. Bueno,  esto tiene poco que ver con el terremoto de Japón y otras catástrofes. De nosotros, la Naturaleza y los fenómenos sobre los que no tenemos control  y que afectan la supervivencia humana, creo que no escribiré otro día. Dejo un enlace de Youtube de la canción que he estado escuchando mientras escribía esta entrada, como despedida del blog hasta la última semana de marzo. Hasta pronto.


 

Óleo de Lavinia Fontana, 1552-1614  pintora italiana del primer Barroco. El retrato es de la niña Antonietta Gonsaluss que padecía hipertricosis, una niña loba, que la pintora supo  retratar con cariño y en el que se aprecia la mirada inteligente de la criatura.      

viernes, 4 de marzo de 2011






Es lo que llevo en mi  de desconocido lo que me hace yo, frase que pronunció Monsieur Teste, pariente de Ulrich, el hombre sin atributos de Mussil, según refiere la novela  El mal de Montano, del escritor Enrique Vila-Matas.  Monsieur Teste pretendía escribir la vida de una teoría, como se hizo antes y también ahora,  con la vida de una pasión. Con tal objetivo  Monsieur Teste llenaba su diario personal con las vicisitudes de su mente,  sin salirse de la estrechez de lo que identificaba como su yo.
¿Cabe mayor horror –y error-  que andar observándose a una misma con el fin de  anotar la errática y absurda senda de los  pensamientos?
Durante una semana de mi vida me propuse escribir un diario, y dado mi  temperamento,  las anotaciones eran cada día más breves, menos introspectivas  y los  asuntos que reflejaba más anodinos hasta que el último día  del experimento anoté:  hoy me he levantado  a las siete –cosa normal si quería llegar al trabajo a las 8 de  la mañana- Al mediodía he comido con fulanito y menganita, la comida nos ha costado 1000 pesetas, pues era el menú económico. Durante la comida hemos hablado de lo muy imbécil que es X – en esa época nuestro jefe, en el diario omití el nombre real, eso ya dice mucho de la prudente manera, por no decir cobarde, con la que daba cuenta de las personas que me perturbaban, (cabreaban)  en mi  vida. Seguía el diario de este modo: al llegar a casa  encendí el aire acondicionado – era julio y estábamos a 30 grados a la sombra- se oyó un ronquido y luego  un estertor de muerte, las paletas se cimbrearon con la última bocanada de aire fresco  y luego el silencio anunció que el aparato acababa de dejarme en la  estacada-. Estas fueron las últimas y  ridículas palabras con las que quise expresar de manera literaria  una avería que costó un ojo de la cara.
Yo quería escribir como Anthony Powell, quería que mi diario fuera una crónica de las postrimerías –esta palabra ha quedado de miedo- de los años noventa, Una danza para la música del tiempo, a mi manera, con un estilo personal que diera cuenta de lo que era la Barcelona de los últimos años del siglo XX. A la vista está que no  tenía cualidades para tal empresa y, lo más importante, que en esos años el único suelo urbano que pisaba era el de Girona, el Call y sus alrededores. Y esa circunstancia, banal en apariencia, malogró  mi incipiente carrera de escritora verité.         


Hierarchy Aparences.  Rafal Olbinsky
American Gallery.