sábado, 1 de mayo de 2010

Don Cleto Guadamuz

La erupción del volcán. Pintura de Antonio Vasquez. Guatemala.



Entre los oficios más asombrosos que un ser humano puede desempeñar, el de apagador de volcanes es, por delirante e increíble, el más novelesco y fantasioso. Sabemos que existió un hombre:a don Cleto Guadamuz y Lozano, nacido en Granada que murió a los 107  años y que se ganó la vida en Nicaragua, en el noble y quizás altruista empeño de apagar los volcanes y acabar con los temblores que tenían en vilo  a la población de Managua, allá por el año  1938.
Se sabe que por tan colosal trabajo fue remunerado con mil córdobas, y que habría paralizado otros volcanes que anunciaban erupciones, si el  gobierno  le hubiera soltado más pasta. 

En documentos oficiales de la época y periódicos de Managua se nombra a don Cleto como  apagador oficial de volcanes; su fama en los años treinta era enorme y, a pesar de que su teoría sobre la comunicación de volcanes en la profundidad de la tierra y el modo de someterlos a su voluntad, desafiaba el sentido común y el conocimiento científico, tuvo encargos oficiales que cumplió con éxito. 

Desternillante parece a nuestros ojos su método de apaciguar volcanes y mantener los movimientos de la tierra a raya. Don Cleto explicaba cómo apagar el volcán del Cerro Negro: daría tres pasos hacia adelante y seis golpes en el suelo con el pie. Luego señalaría hacia el cielo y pronunciando unas cuantas palabras misteriosas, haría que los fluidos de arriba se juntaran con los fluidos de abajo sirviendo mi cuerpo de puente, y entonces inmediatamente comenzaría a sentir el Volcán mi fuerza, apagándose tal vez violentamente o tal vez dentro de algunos días después de esta operación.

Sería fantástico  que tuviéramos entre nosotros a un mago como el granadino, que se plantara ante los volcanes activos hoy y ejerciera su oficio con la maestría de alquimista soñador y longevo; que   ante los ojos de los satélites y los mil artilugios que pueblan el cielo, amansara la naturaleza ardiente como si se tratara de un cachorro de perro, obediente a la palabra firme de su amo.  


domingo, 11 de abril de 2010

Resplandor al amanecer





Desde el piso sesenta, Shangai resplandecía como un zafiro de luz azulada y fría; acongojaba el ánimo el paisaje de edificios apelotonados, altos y acerados como  navajas, que parecían aguardar, las muy taimadas, el paso de un inocente para caer sobre él. 


Tarareó sur le pont d'avignon  mientras caminaba por el pasillo acristalado hacia los ascensores, qué lista es la puñetera mente, se dijo a sí misma, porque efectivamente, el pasillo de suelo transparente  semejaba la pasarela de un río. Encarna, nombre por el que se la conocía en Barcelona, meditó un instante sobre la capacidad de su inconsciente para pronunciar la palabra pertinente en los momentos de mayor atolondramiento. En cambio, qué distinta era  su mente racional, ese amasijo neuronal que la empujaba a pronunciar palabras inoportunas y ofensivas.
Era una enfermedad, bien lo sabía Encarna que ahora se había cambiado el nombre por Xia que significaba, según le dijo su jefa, resplandor al amanecer. Se sentía infinitamente más a gusto en su piel de china que en su antigua identidad, barcelonesa, charnega de primera generación que vivió hasta los cuarenta y cuatro años en la Meridiana, muy cerca del paseo Fabra y Puig. 

En el ascensor, dos ejecutivos rubios y algo amazacotados le hacían la pelota a una mujer morena de rasgos caucásicos y gesto de mala leche. El ascensor se detuvo en el piso 32, de allí hasta la planta baja, Xia descendió en soledad en el cubículo de vidrio, Shangai, de cerca, era como es casi todo en este mundo, más fea, menos deseable.  Detrás del mostrador de recepción, Wang, de guardia esa noche, le pasó  el papelito rosa brillante, con el número de habitación: 1034. No cruzaron palabra,  cosa por otro lado imposible pues Encarna, perdón Xia, no hablaba inglés  y mucho menos mandarín, y el  recepcionista ni hablaba español ni catalán, pobre ignorante, pero para el trabajo de Xia en el  hotel,  las habilidades lingüísticas eran superfluas.  De nuevo en el ascensor, esta vez en uno de los siete de la zona oeste, subió hasta el piso décimo y abrió con su llave maestra la puerta 1034, a continuación inspeccionó  todos los rincones, cerciorándose de que el sospechoso cliente no guardaba en sus dos maletas, marca Samsonite documentos sobre la empresa china de elaboración de  ensaimada mallorquina. Tras más comprobaciones, todas ellas meticulosas, Xia marcó  en su móvil el número clave para indicar que el cliente estaba limpio, después se echó  sobre la cama king size cubierta con colcha adamascada  de color sangre de dragón y sonrió con la cara vuelta a la  pared ventanal  desde la que se contemplaba  la gran curva del canal frente al distrito de Pudong.         
                     






domingo, 4 de abril de 2010

Cualquier bibliófilo, sin mencionar a los demonólogos,  daría a su alma al  diablo por tener entre sus manos los tres volúmenes de Tous les démons ne sont pas de l'autre mon, publicados en 1821 por Alexis-Vincent Berbiguier de Terre Neuve du Thym. El autor de nombre tan fantasioso como real, tuvo a partir de sus treinta años una vida muy desdichada, tal vez antes también lo fuera, empeñado en una lucha atroz contra lo que él denominó Farfadets,  entes demoníacos que adquirían la forma de duendecillos con el único objetivo de amargarle la vida con sus pesadas bromas: mordiscos, rugidos y todo tipo de insultos; otras veces aparecían en su casa disfrazados de animales, gatos y perros para asustarle y hacerle saber que eran enviados de Belcebú a quien debería hacer entrega de sus bienes y de todo su ser. Esta mala vida con los espíritus infernales se inició  tras una echada de cartas del tarot en la ciudad de Avignon, duró el maleficio, que según él fue favorecido por la echadora, a lo largo de más de veinte años. El pobre Alexis lo intentó todo, desde encerrar a los espíritus diabólicos en botellas hasta embadurnarlos con azufre, sin ningún éxito. Fue considerado un loco por los delirios que le consumían  e internado  en un  sanatorio para orates; se enredó  en una correspondencía con individuos que proclamaban su alianza con las fuerzas del mal,  con lo que alimentaba aún más sus visiones y por fin, su talento literario se desfogó  en el tratado sobre los Farfadets, que no es otra cosa que su  autobiografia ilustrada por ocho litografias y un autoretrato, creación personal también de Alexis. Su obra tenía una dedicatoria en la que desvelaba su intención de dar a conocer al mundo la conspiración satánica encarnada por los enviados del infierno encargados de dominar el mundo. Al final de sus días, el empeño de Alexis consistió en recorrer bibliotecas con el fin de encontrar y  destruir su obra, quizás horrorizado al descubrir que su vida era el relato de una enajenación o bien, en un último delirio se rindió al enemigo. Sea como  fuere, quedan escasos ejemplares de los tres  volúmenes de la autobiografia de Alexis-Vincent Berbiguier, un excentricidad y rareza bibliográfica  por la que algunos serían capaces de condenarse al fuego del  averno, con tal de poder leer sus páginas amarillentas con las severas advertencias  y remedios para librarse del diablo.  

Ilustraciones: Litografia de Tous les démons ne sont pas de l'autre mon.
Imagen de la biblioteca: web de contenido público.

domingo, 28 de marzo de 2010

Autovía






 De todos lo hombres que conoció, X fue el más impredecible, y los hechos le dieron la razón un año antes, cuando la ruptura entre ellos se convirtió en un asunto de supervivencia física. Las peores pasiones son las que están gobernadas por la obsesión; claro que bien sabía ella que el amor, ese que escribimos con mayúsculas, deja a su paso un reguero de reproches, gritos y lágrimas, aunque para ser ecuánimes hemos de señalar que esa clase de amor también tiene el mérito de regalar  las mayores carcajadas a los amantes. 

Un amor así está reservado a unos pocos, se decía ella, convenciéndose a sí misma de la cualidad extraordinaria que distinguía su pasión de los amoríos convencionales a los que se entrega el resto de la gente. Una pasión que ya estaba muerta, que  su recuerdo olía a fúnebre; pasión adornada por unas exequias de oropel  con las que aburría a sus conocidos y también a los desconocidos. Si ella  tuviera dos dedos de seso, esa reflexión, excesiva y  fantasiosa,  sobre la naturaleza de su amor, tan volátil como cualquier otro,  se habría quedado a las puertas, sin atravesar su pensamiento como un dardo envenenado. Era tarde para enderezar sus recuerdos y allí estaba ella, sentada en un bordillo de la cuneta, de la autovia Madrid-Barcelona a la altura de Medinaceli, con un cartel entre las manos escrito con letras de imprenta, coloreadas con ceras verde y roja, en las que los conductores que pasaban leían:  Ágreda.  En esa población se ofició la despedida y allí  regresaba, al igual que los homicidas vuelven  al lugar del hecho, para verificar que fue real o que no lo fue, según la vocación reincidente o accidental del criminal. 
-Que ya no podemos ir juntos. 
-¿Y eso quién lo dice?
-Lo digo yo y lo manda el jefe de logística de la empresa.
-Pero si el trabajo siempre ha salido fetén.
-Ya, pero ahora sobra uno de los dos, y la que sobra eres tú, que ni tiene hijos ni  permiso para conducir transporte pesado.
-O sea que me largan, me largáis, mejor dicho.
-Eso.
-Y me voy al paro y tú, tan fresco.
-Pues sí, lo primero es el camión y mi familia.
-¿Y yo qué he sido para tí,  pedazo de choto?
-La encargada de almacén  de la empresa que aprovechaba mi ruta  para viajar gratis.
-¿Y nada más?
-Pues, así que recuerde, algunas risas nos hemos echado juntos.


domingo, 21 de marzo de 2010

Las obras literarias inconclusas -de autores famosos-generan un caudal inmenso de papel, que se reparte de manera bastante igualitaria entre reportajes periodísticos, tesis  académicas y especulaciones mediáticas de pelambre variada. Es el caso de Millenium, al parecer, su autor, Stieg Larsson, dejó  escritos novelones postreros que serán publicados hasta el día del juicio.  Una de las novelas inconclusas más famosas es El misterio de Edwin Drood de Charles Dickens. Empezó a publicar en  1870  su primera novela policíaca por entregas, veintidós capítulos  hasta unos días antes de su muerte, en julio de ese mismo año.  Se dice que quería emular la Piedra Lunar de su amigo el escritor Wilkie Collins, pero esa intención sea cierta o no, interesa poco por no decir nada. En 1870, Charles Dickens era un escritor reconocido que quiso  divertirse  con una novela de género detectivesco, le faltaba casi  la mitad de las entregas contratadas; ni trama ni esquemas de la continuación se encontraron entre sus papeles, de modo que el final de la historia del presunto asesinato de Edwin  se lo llevó  Dickens a la tumba. Tras su muerte hubo  varios escritores y hasta una médium  que escribieron la continuación de la novela, sin que él público reconociera en los distintos finales, algunos hilarantes y rocambolescos, el estilo del escritor británico. 
De Charles Dickens y su instrumento de precisión llamado novela,  me interesa su gran aportación a los cambios sociales: contribución decisiva dirigida a humanizar las condiciones penosas de las sociedades occidentales del siglo diecinueve. Con la descripción de  la pobreza y la miserabilidad urbana en Tiempos difíciles  y Oliver Twist, pasó por delante de las  leyes de reforma promulgadas en Inglaterra en 1832, y lo hizo mediante el relato minucioso  y sentimental de la explotacion infantil en las fábricas londinenses. De pronto, la abstracción de la intolerable vida de las masas obreras se concretó en personajes que tenían vida y la explicaban a sus lectores, en su mayoría personas de la élite industrial y  burguesa, la misma que imponía las abominables condiciones a mujeres, niños y hombres, explotación descrita en un lenguaje sencillo que  servía para mostrar un universo muy complejo de relaciones humanas y económicas.
                      
Imágenes obtenidas en webs de contenido público. Ilustración de un episodio de El misterio de Edwin Drood y retrato de Charles Dickens, en torno a la edad de 58 años, año de su muerte.  
 

lunes, 15 de marzo de 2010

Ladrillar



En el año 2008, en el mes de mayo, un meteorito se desintegró a la altura del término municipal de Ladrillar, en Las Hurdes; en una terraza de cultivo de olivos,  abandonada desde hacía tres lustros cayeron dos restos que no medían más de tres centímetros  el primero y con forma de higo  y ocho centímetros  el segundo, y que parecía una muela del juicio con raíz.

Los dos meteoritos fueron encontrados el 14 de marzo de 2010 por Elías, un buscatesoros que al primer vistazo los desechó, pero al cabo de unos minutos, cambió de idea, los recogió, tanteó con las yemas de los dedos la superficie negra, irregular y, para su asombro, con tacto sedoso y  los  guardó en el bolsillo  izquierdo del pantalón. De camino al pueblo de las Mestas, casi al anochecer, la carretera adquirió un tono azulado, no sólo el asfalto, también los pinos que se inclinaban desde las laderas de la montaña. 

Elías redujo la velocidad para observar mejor el fenómeno, desde el parabrisas echó un vistazo al cielo: dos nubes de color púrpura brillaban en el cielo casi oscuro. En ese mismo instante, el coche se detuvo, el motor se paró sin que Elías hubiera tocado el freno, ni el cambio de marchas. Salió del coche, el silencio era absoluto, sabía que era inútil recurrir al teléfono móvil, porque no funcionaría, estaba seguro, pero a pesar de esa confianza,  tuvo la tentación de comprobarlo y, sí,  efectivamente, el móvil estaba muerto, como el coche. Le pareció una noche bellísima, azulada  y violeta como una melena ondulante  que cubriera esa parte del planeta, por capricho para complacerle sólo a él; en el bolsillo de su pantalón, las dos piedras cósmicas palpitaban con un ritmo sosegado y profundo. Antes de iniciar a pie  la marcha por la carretera solitaria, Elías depositó los meteoritos sobre un tronco roto que encontró en la cuneta. A los pocos pasos, la noche se hizo gris, las dos nubes púrpuras desaparecieron y el teléfono móvil que guardaba en su chaqueta le sobresaltó  con su señal de mensaje recibido
-¡Cochina realidad y cochinos extraterrestres!
Volvió sobre sus pasos, se sentó en el asiento del coche al tiempo que una furgoneta de reparto pasaba a toda velocidad por su lado. Encendió el motor, antes de ponerse en marcha, se quedó pensativo durante unos minutos, arrepentido y también rabioso contra sí mismo.
-¡A la próxima, y ya van tres con esta vez, voy a llegar hasta el final, aunque sea lo último que haga en este mundo! Si quieren algo  de mí, que me lo digan a las claras de una puñetera vez.








domingo, 7 de marzo de 2010

Cuando era una chiquilla, las tardes de los domingos como las de hoy, frías y tristes, las pasaba  metida en un cine de barrio, sesión contínua  en la que echaban dos películas. Desde las cuatro a las nueve el cine era nuestra casa, un lugar de recogimiento en el que pasé  muchas de las mejores horas de mi vida. 
En el siglo XXI es casi imposible que un director de cine salga de la nada, sin haber pisado una escuela de cine o la universidad, en el siglo pasado no ocurría así, los mejores directores y guionistas de cine eran en su mayoria autodidactas apasionados. Uno de ellos fue Frank Capra, nacido en un  pueblo de Sicilia, Bisaquino, emigró junto a su numerosa familia, todos analfabetos, a Estados Unidos, a  Los Ángeles. En su autobiografía, Capra nos cuenta cómo  fueron sus comienzos, y lo hace sin pizca de autocompasión ni resentimiento por la dureza en la que creció. Con  mucho sentido del humor, del que se desprende un inmenso amor  por su  oficio y sus semejantes, relata la manera en la que un adolescente empeñado  en tener estudios, trabajaba en varios empleos a la vez para pagarse la escuela y más tarde la universidad, y no sólo eso,  sino que parte del dinero ganado iba a parar a su familia. En ese escenario  cinematográfico de hombre hecho a sí mismo, se formó Capra; de ahí, de ese magma nacieron peliculas inolvidables que reflejan un estilo de vida forjado en los sueños y en una ambición que despreciaba el dinero fácil.


Es tan creíble y emocionante ¡Qué bello es vivir!  porque el personaje principal, encarnado  de manera sublime por James Stewart, es el espíritu del propio  Frank Capra. En 1921, con el título de químico bajo el brazo y la mafia enriqueciéndose con la Ley Seca, el  sindicato siciliano de contrabandistas de licores le ofreció un trabajo  en el que, para empezar, le pusieron un fajo de dólares sobre la mesa, veinte mil dólares que le sacarían de la miseria. Cuenta Capra que con sólo veinticinco centavos en el bolsillo, aquella misma mañana lo habían echado  de su  habitación de alquiler por no poder pagarla, tuvo por un momento la tentación de aceptar el trabajo, pero  un impulso le llevó a salir corriendo y  coger el primer tranvia que pasaba por la calle, se subió a él en marcha, sin saber adónde se dirigía. Se enteró por el conductor  de que el tranvía finalizaba en un parque. La escena fue la siguiente: 
-¿Al parque?  bueno, quizás ocurra allí lo que espero. 
-¿El qué? - preguntó el conductor. 
Frank Capra sacó todo su capital del bolsillo, le dio cinco centavos al  conductor y echó el resto por la ventana. 
-Esta es la semana de los chalados- dijo el conductor al ver cómo caían las monedas por la calle. 
En el parque se estaban construyendo unos estudios cinematográficos, el chalado  Capra, sin nada en los bolsillos, trabó conversación con un director teatral al viejo estilo, sin conocimiento de las técnicas de cine, -Capra tampoco-  empeñado en hacer una pelicula, y  fue Capra, con sus ideas sobre cómo debía hacerse la pelicula quien la dirigió, él,  que no habia pisado un escenario en su vida.


Fotos:  Frank Capra y  James Stewart. Autobiografia: Frank Capra,  el nombre delante del título. T&B editores, 1999.