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domingo, 16 de agosto de 2009




Una mujer es señalada como disidente peligrosa y condenada a pasar casi 20 años de su vida en los campos de trabajo soviéticos. No tuvo importancia que esa mujer fuera dirigente del partido comunista, Stalin la envió a Siberia, como a otros millones de personas. El frío el hambre y las enfermedades no minaron su vida, al contrario, la ayudaron a registrar en su memoria todas la iniquidades y la crueldad de las que somos capaces los seres humanos. En su libro autobiográfico El Vértigo, la inteligencia y sensibilidad de Eugenia Ginzburg se refleja en sus palabras, en la conciencia de haber sido, también ella, culpable de un sistema que arrasó millones de vidas, con el pretexto de la defensa de una ideologia liberadora.

Esas noches de insomnio en las que, como dice Pushkin, todos “releemos la vida con horror”, y nos estremecemos, y maldecimos. En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y las traiciones. Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. De uno u otro modo. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa... Y creo, cada vez más, que dieciocho años de infierno en la tierra no bastan para una culpa como esta


Ilustraciones, Carteles de la guerra civil rusa, 1918-1922. NYPL