sábado, 16 de mayo de 2015

Max Aub fuera del laberinto





Casi tres meses  duró la visita de Max Aub a España, desde el 23 de agosto de 1969 hasta el cinco de noviembre. Después de treinta años de exilio, se le permitió regresar a fin de que pudiera recabar notas para un trabajo sobre Buñuel.  El libro que salió de aquel viaje, después de treinta años de forzoso exilio en México, fue un diario cuyo título es una declaración de principios: La gallina ciega.
Fue publicado en diciembre de 1971, por  la editorial mexicana de Joaquín Mortiz. Tengo el ejemplar delante, en su última página  informa de que este es el número 1.082 de un total de 3.000 ejemplares. 






Leí La gallina ciega en 1974, apenas adolescente. En aquel tiempo, en el que no había otra red social que no fuera el patio del instituto o la plaza del barrio, la gente de mi generación suspirábamos por salir de España, viajar,  leer libros prohibidos y no tener que llegar a casa antes de las nueve de la noche. Queríamos que alguien nos contara el porqué de la guerra civil, conocer lo que ocurrió durante los tres abominables años. Y que acabara el régimen de una puñetera vez.
En 1974, un amigo que acababa de llegar de París cargado de libros, entre ellos  La gallina ciega, me invitó a leerlo y no sé si me lo regaló o  no se lo devolví. En el caso de que fuera lo segundo, le pido disculpas desde este mundo terrenal, porque él ya hace tres años que murió. Confío en su perdón.

De la lectura que hice en aquella época me quedó un recuerdo tan débil que hasta hace unos días hubiera sido incapaz de decir algo más que no fuera: es el diario de un escritor exiliado y de su viaje a España. O sea, nada.

Francisco de Goya. Museo del Prado


Después de leer el libro de Gregorio Morán: El cura y los mandarines,  en especial del capítulo dedicado a Max Aub: una anomalía, recuperé del estante La gallina ciega. Hojas amarillentas y un olor que me trajo el recuerdo de la semana en la que lo llevé conmigo de casa al instituto, para leerlo durante las  cinco paradas de metro. Lo forré entonces con papel de diario, una precaución inútil porque a Max Aub no lo conocía casi nadie, tampoco hoy, y  ningún peligro corría con el libro en mis manos.
  
El relato de Gregorio Morán es fidedigno y respetuoso con el escritor, cuenta circunstancias de ese viaje que no aparecen en La gallina ciega, no resta, sino que añade una dimensión profunda a un escritor del que se podría decir que fue un hombre a carta cabal. La lectura de su diario, por segunda vez, me he reafirmado en la idea de que el ser humano en general y el español en particular -aunque no creo que haya diferencias con otras tribus nacionales- siempre busca el sol que más calienta, no hay pudor ni  medida cuando se trata de estar cerca del poder. Somos hoy así y mañana seremos asá, según cambien las agujas de reloj social.
 
Max Aub en su diario se pasma de la indiferencia general al régimen franquista. Observa una sociedad más interesada en el consumo, la modernidad más vulgar y el turismo, que ya entonces llenaba restaurantes y terrazas, que en la cultura y el cambio político.  Llega a Barcelona el 23 de agosto  y ese mismo día por la noche está en Cadaqués, de la mano de Carmen Balcells. Describe el ambiente festivo y frívolo del pueblo, las conversaciones con unos y otros, la banalidad, cuando no la ignorancia. 
Se entrevista con la élite cultural del momento, quienes en esa época eran la crema de la intelectualidad. Merece la pena contemplar ese panorama que tan bien describe para detenerse en sus reflexiones. Incluso apunta una receta de sopa de pescado. Más sabroso resulta leer su encuentro con García Márquez, Carlos Barral, y tantos escritores, poetas, pintores. La gauche divine le saluda, condescendiente y despreocupada.



Alícia en el país de la maravillas. Reina de corazones

El cansancio y la decepción sobrevuela las cenas en Madrid y en Barcelona en compañía de los mandarines. Personajes encumbrados, oportunistas, triviales en su soberbia que desfilan frente al escritor en perfecto estado de revista,  preparados para el traspaso del régimen. Las similitudes con el tiempo presente son de traca. 



Cuenta Max Aub y también Morán, cómo  algunos conspicuos literatos han cambiado la grafía del apellido para mejor acomodarse a los nuevos tiempos. En Cataluña conocemos a unos cuantos que  se han apresurado en catalanizar nombre y apellido, por si las moscas. 
En 1969 se huele el cambio de viento, y quienes fueron antes falangistas, se convierten en liberales y progresistas, mentores de los nuevos valores literarios, dirigen revistas, periódicos, eligen favoritos para ocupar las vacantes que deja libre la vieja guardia, por muerte natural, desde luego.           
Hoy, como ayer, merece la pena rescatar a Max Aub, un escritor que según sus propias palabras tenían dos propósitos: el correcto castellano, escribir bien y la Justicia. 

Anotaba lo siguiente en su diario:  no pretendo ser  juez, sino  parte, ser alguien que pasa y cuenta lo que ve. Sería fantástico -como canta Serrat- leer su obra,  al menos El laberinto mágico, La calle de Valverde,  y sobre todo, La gallina ciega

Los libros de Max Aub tienen, al menos para mí, el efecto de un viaje en la estación espacial. Imagino cómo sería ver la esfera azul, los mares y los continentes, cómo sería intuir el misterio y quizás la grandeza de la vida que habita la Tierra, pero a través de los ojos del escritor, que es  parte de la historia, un astronauta capaz de descubrir la pequeñez de esa gente que sube  al estrado, investida de juez, dispuesta a dictar verdades, volátiles que siguen el principio de Groucho Marx: estos son mis principios pero si no les gustan, tengo otros.