lunes, 16 de junio de 2014

Hasta luego, Hal







Son las quince y veintisiete minutos del día dieciséis de junio del año dos mil catorce, dentro de unos minutos, quizás una hora, esta entrada estará disponible para quien quiera leerla. Es un hecho  que parece de lo más natural hoy en día, pero  hace apenas ciento cincuenta años, la sincronía de tiempo y suceso que se transmitió  a través del primer telégrafo causó incredulidad y abrió el camino a una nueva percepción del  tiempo lineal, aquél  que se describe como la perfecta sucesión de un antes, ahora y después.


En el magnífico ensayo, La información,  James Gleick, analiza cómo las sociedades han ido adaptándose a las innovaciones derivadas de los avances en el control y transmisión de la información. Transcribo parte de un editorial de The New York Herald, referido a las primeras transmisiones telegráficas:

"Imagine que en este momento son las once en punto. El telégrafo transmite  lo que está diciendo  en este momento un legislador de Washington. Requiere  no poco de esfuerzo intelectual  darse cuenta  de que es una realidad  que es en este momento y no en uno que ya ha sido"





No se entendía cómo era posible enviar un mensaje físico a otra parte, si estaba escrito en un trozo de papel que se quedaba en la oficina y que no se movía del lugar. Así que hubo que explicar cómo una cosa llamada  corriente eléctrica era capaz de conducir una información, nada físico que pudiera verse ni tocarse, hasta una ciudad distante, y que se recibía en el mismo momento en el que era emitida.  


La extensión de cables por todo el territorio en la última mitad del siglo XIX  no solo  modificó el paisaje físico, también reajustó el concepto humano del tiempo. La literatura recogió los primeros frutos del cambio, no era raro leer inspiradas imágenes literarias y poéticas sobre  la nervuda red que cortaba el aire y otras frases semejantes. 

Lo asombroso  del asunto, al menos para mí, es la rapidez con la se reajusta la mente humana a los cambios de cualquier tipo y cómo estos tienen un reflejo inmediato en todas las disciplinas,  en especial en la creación artística. Desde luego, a partir de 1845  hubo controversia sobre las consecuencias de tal invención, no  pocos intelectuales se horrorizaron ante lo que empezó a  denominarse  estilo telegráfico, que era como decir la destrucción del lenguaje culto y literario.




En el siglo XXI habitamos en un presente continuo, en lo inmediato que sucede en este segundo y  que se convierte en antiguo al cabo de pocas horas.  A propósito de las noticias sobre los últimos avances en inteligencia artificial la pregunta de cómo influye en nuestra mente internet, es de lo más pertinente. Si la semana pasada anunciaban que una computadora charló con un humano sin que este último advirtiera que daba palique a una máquina, ¿tendrá conciencia la computadora de que está hablando con una persona, o sea, un ente físico sin cables ni  circuitos?

A saber de qué hablarían. He de reconocer que un futuro en el que las máquinas piensen mejor que nosotros y nos hablen,  me gusta, me entusiasma. No tengo miedo de Hal. La de veces que a esta computadora desde la que escribo la he puesto a caldo por su lentitud y ella sin rechistar, la criatura.





No tengo ni idea de qué consecuencias hay que esperar de este frenesí virtual,  pero intuyo que estamos viviendo una transformación personal y social a la altura de la invención del fuego, que como sabemos es un elemento simbólico que encarna la fuerza solar y  la creación, venerado por todas las culturas que conocían también, no hay que olvidarlo, su poder destructivo. 


El fuego de hoy es la red planetaria de comunicación que ya se extiende al espacio lunar; un fuego que nos alumbra todos los días, el  centro de nuestras vidas y donde confluye la conexión inmaterial con nuestros semejantes. Nos quedan muchos prodigios por ver y  experimentar en este siglo -si antes no desaparecemos como especie-  y no sé si somos -seremos- capaces de manejar sin quemarnos una tecnología que es casi magia,  incomprensible en sus aspectos técnicos para la mayor parte de quienes la usamos.


Desde hoy mismo, tengo intención de regresar a la era predigital. Es un experimento para comprobar hasta que punto  soy capaz de resistir la tentación de lo inmediato y, de paso, a ver si recuerdo cómo se escribe a mano. Los resultados de esta temeridad anacrónica los compartiré aquí, a partir del primeros de octubre si nada lo impide.


Que pasen un buen verano.