domingo, 3 de noviembre de 2013

Encadenados


Encadenados. Alfred Hitchcok


Como el niño protagonista de El sexto sentido, yo también  veo muertos. Lo malo, o lo bueno para ellos,  es que están vivos y lozanos en apariencia ¡Mecachis!  me digo, y no porque sea necrofílica o algo peor,  sino por razones de interés social. Me gustaría que  fuera una experiencia paranormal, o sea un delirio o cosa extraña y no  lo que es en realidad: una experiencia ordinaria que me causa  zozobra y cierta desconfianza en mis facultades.  

Escritores de distopías, cito a los más conspicuos: Orwell y Huxley,  trazan un futuro humano muy desagradable, en el que la sociedad es dirigida por un poder que se ha propuesto despojar a los individuos de particularidades personales,  aquellas que nos diferencia y nos hacen tan especiales y únicos, usando la fraseología al uso  en  la psicología de suplemento dominical. Más aún, el objetivo es eliminar la consciencia individual, tal como  aparece en las novelas 1984 o Un mundo feliz. Un totalitarismo que es mansamente aceptado porque la mayoría cree vivir en el mejor de los mundos.  

En las sociedades distópicas  la gente es feliz. Y lo son porque han sido debidamente drogados  para evitar que conozcan la realidad. Los seres humanos, en su mayoría,  viven en la santa ignorancia y  se convierten sin saberlo en instrumentos de un poder que, no contento con dirigir la vida ajena mediante mil argucias casi  indetectables, se complace en crear la ficción de que la felicidad espera  a la vuelta de la esquina; o con más retorcimiento todavía: que la dicha habita entre nosotros y simplemente hay que saber encontrarla.
Robert Nozick, que es un filósofo, ha escrito sobre la posibilidad de que la humanidad en un futuro no muy lejano, ¿quizás está ocurriendo ahora? disfrute de  la opción  de vivir en un mundo feliz y sin incertidumbres de ninguna clase. Como Nozick es un filósofo, permite el libre albedrío, así que abre la puerta para que, en esa sociedad del futuro, quien quiera saborear la desgracia pueda experimentarla sin obstáculos. Afirma que está seguro de que la mayoría de la humanidad elegiría vivir la cruda realidad, la insatisfacción, el dolor y  todos los padecimientos propios de la vida, antes que  estar conectados a la máquina de  la felicidad, ese diabólico cacharro  que suministraría placer y bienestar a destajo.
Pero, criatura, le recrimino, en un diálogo imaginario con el filósofo ¿tú, en qué planeta vives? ¿Qué libros lees? ¿Qué clase de vida tienes?  ¿Qué amistades frecuentas? ¿Qué ingieres? Y me enfado con él porque me parece que, en su propuesta, descubre su propia ignorancia sobre  la naturaleza humana. Imperdonable defecto para un profesor de Harvard encumbrado como uno de los pensadores más influyentes del siglo XX (y seguro que también del XXI)   Nozick  afirma que el ser humano, a pesar de que la evidencia empírica e histórica indica lo contrario, rechazaría esa droga universal de la felicidad para seguir lamiéndose las heridas y  luchando por la supervivencia, con plenitud consciente  de sí mismo.
En fin, quería escribir sobre cómo hemos llegado a una sociedad del primer mundo en la que, sí, efectivamente, estamos conectados a una máquina. Percibo que los escritores distópicos del siglo pasado fueron unos linces y que se habrían podido ganar el sustento como videntes. A veces siento un repelús cuando estoy frente a la pantalla, esa que miro ahora, o me mira ella a mí; la  misma que  suministra información indigerible por nuestro cerebro limitado. Me digo que a lo mejor vivimos en una ficción: la de pertenecer a una sociedad de seres libres  y que, ilusionados con este juguete, creemos gozar de relaciones virtuales que reafirman nuestro ego: amigos que contamos por centenas o por miles, incluso algunos dicen tener millones.  
Mi sospecha distópica es que en ese pandemónium de información y relaciones multiformes, alguien nos observa con mucha atención. Aunque tengo la fantasía de que, de vez en cuando, haga la vista gorda. Los de mi misma especie, aquellos se cruzan en mi camino encadenados a sus  auriculares y móviles, a las pantallas y teclados, me parecen seres ectoplasmáticos que ni sufren ni siente; muertos que ensayan esta variedad de no-vida cibernética. En cuanto a los escritores y filósofos mencionados, dispongo de una insignificante certeza: Huxley intuía más y mejor  que el pazguato de Nodzick.  
Vamos a toda máquina, montados en nuestras tabletas y computadoras de pantallas táctiles hacia  una tierra prometida, en la que nuestra existencia, pasada y presente es un libro abierto, la cuestión es que no tenemos ni idea de quién es el escribiente  y cuál será el próximo capítulo de esta saga. Y sin embargo, queremos seguir atados a la máquina, una adicción en la que nos dejamos las yemas de los dedos, los ojos y quizás algo peor.