jueves, 16 de septiembre de 2010

Anillo de ópalo

Wallace Goldsmith. The Canterville Ghost. Boston 1906.




Todos los jueves  por la tarde acabo ante el mismo escaparate, ansiosa por descubrir una ganga. Quiero decir que pretendo un objeto valioso, muy por debajo de su precio de mercado. 

No me interesa un velador -los hay a docenas arrinconados al final de la tienda-; tampoco espejos –más docenas,  algunos de Art-decó, con azogue y mujer mariposa en los adornos-. Lo que yo busco  es un ópalo transparente engarzado en una sortija.  Detrás de la Plaza Molina, según se baja hacia Travesera de Gracia,  subsisten algunos comercios antiguos que han resistido los últimos cincuenta años sin tocar el vano de la puerta, ni  cambiar los anaqueles sobre los que reposan mercancías que ya no interesan a nadie, o casi nadie.

El  lugar al que me refiero y del que no voy a dar más pistas, es una vieja casa de dos plantas, en la que reside una anciana con muy malas pulgas, un carácter receloso que hace muy difícil el regateo, por no decir imposible. Reconozco que mi interés por su comercio le mosquea, y es natural  que desconfíe pues  en tantos años, más de uno le habrá birlado alguna piez.  El último jueves puso a la venta un puñado de rosarios: de azabache, de boj, de nácar y uno de ámbar. Una rareza rusa, según dijo a un cliente a quien también interesaban los rosarios, sin perder de vista las cuentas que movía entre mis dedos. 

Es una chamarilería, tienda de antigüedades, según la propietaria, de objetos viejos, pasados de moda, usados hace muchos años y que fueron olvidados en un cajón, en el fondo de un armario, debajo de una cama o en un trastero.

Objetos de los que se deshacen con precipitación los herederos  y que la anciana se apresura a comprar al peso para revender sin  pasarles la gamuza ni sacarles brillo. Quise comprar el rosario de ámbar con sus insectos prehistóricos cautivos, pero no  hubo manera de que quisiera atender mi oferta, con chulería, como si el negocio le fuera a todo trapo,  me dio la espalda para sentarse ante la puerta de entrada, sin hacerme ni caso. Hoy he visto mi ópalo, quiero decir mi anillo, sobre el montón de mi colección de postales de islas, dentro de mi neceser de piel  de cocodrilo que estaba abierto sin reparo, a la vista de todo el mundo.  Cuando he puesto los pies en la tienda, la anciana me ha propinado un golpe con uno de esos periódicos gratuitos que reparten en el metro. 
No me ha dolido a pesar de que me ha atizado en la cabeza, al contrario, me ha hecho  recapacitar, como si dijéramos,  he abierto los ojos a mi nuevo y definitivo estado civil.      





sábado, 4 de septiembre de 2010

Cebollas

Cartel anónimo, supermercado de Ciudad Real
                                                       The key to Dreams. René  Magritte.


La bolsa de cebollas de Figueras iba sin código de barras. En la caja número cinco guardaban cola siete personas, todas agarradas a carros llenos de productos apilados en  desorden como si hubieran sido echados deprisa, sin criterio dietético, para arramblar con lo que hubiera de comestible en los estantes antes de ser pillados por la autoridad.

-Yesi, a caja cinco, por favor.

La voz de la megafonía tenía un tono grave y áspero. Yesi, tardaba en llegar. Un carro tirado por su cliente de alquiler desertó de la cola; con gesto avergonzado el  impaciente pasó a ocupar el octavo lugar de la caja número tres, en ese instante, Yesi  apareció para llevarse  la bolsa de cebollas y traer otra debidamente identificada. La cajera recibía  tales azarosas incidencias con un secreto  placer y aunque no era religiosa ni pretendía, por sustitución, llegar a convertirse en una mujer espiritual, rezaba y daba gracias -sin concretar destinatario-siempre que ocurría una perturbación del orden comercial y el consiguiente atasco de clientela en la cola de su caja

Cuantas más plegarias más acontecimientos anormales ocurrían y, en consecuencia, la inactividad del lector de código de barras aumentaba en sincronía con la irritación silenciosa de quienes aguardaban turno.

Como es sabido, cualquier hija de vecina repite la secuencia de actos con los que en una ocasión obtuvo éxito a fin de lograr idéntico resultado. La constatación del misterioso efecto  le provocó a la cajera un  exceso de confianza en sí misma,  en el  poder inexplicable de los ruegos y agradecimientos que recitaba para sus adentros  cuando le sobrevenía el cansancio mezclado con aburrimiento, que era más o menos cada cuarenta y cinco minutos.    
  
-Oye, chica, tienes la negra  o qué.  Llevas toda la semana con problemas, estamos hartos de quejas. ¿Qué ha pasado ahora? 
La cajera sonrió al encargado con simpatía y  un poco de compasión.
-No sé qué será porque siempre es el mismo problema: vienen con los artículos sin la etiqueta de códigos. 
-Pues no puede ser, esto tiene que arreglarse- resopló el encargado dándole la espalda  y echando a andar en dirección a la verdulería.
-Eso digo yo-  murmuró  mientras Yesi le entregaba una bolsa de cebollas
etiquetadas, sin mirar al cliente añadió:

-Son cuarenta y cinco con cuarenta y cinco.

-¡Qué casualidad! Esa es la fecha de mi cumpleaños: el cuatro del mayo del cuarenta y cinco.

-Y el  final  de la segunda guerra mundial- dijo su mujer que estaba al otro lado de la cinta con los productos ya en el carro.

La cajera puntualizó:

-Señora, ese día fue exactamente el de la rendición alemana del norte de Alemania, Dinamarca y Holanda. El final de la guerra  fue el 8 de mayo de 1945.
-Y va a venir de cuatro días -contestó la clienta picada en su amor propio.

-A ver ¿qué pasa aquí? - interrumpió el encargado  que había escuchado la conversación desde detrás del dispensador de actimel.

-No, nada, todo está correcto, era sólo que la cuenta de estos señores  coincide con una fecha histórica y  estábamos concretando la efemérides.

-A mi no te me pongas chula, que ya estoy harto. Cierra la caja. Te quiero ver en
Personal ahora mismo. Perdonen, señores clientes, ahora misma les atenderá otra señorita

La cajera sintió mucha pena pero no tuvo más remedio que seguirle, en el pasillo de conservas rogó con  toda su fuerza que la pila de botes de tomate triturado se le viniera encima al encargado, cosa que efectivamente ocurrió, dejándole amnésico y con un brazo roto. Para la cajera ese era su mejor trabajo desde que acabó el doctorado en Historia contemporánea. En el supermercado, al frente de la caja, había descubierto su  enorme potencial mental que sólo se manifestaba en el cubículo donde pasaba siete horas al  día


Una suerte de estado contemplativo que propiciaba el desarrollo de sus facultades mentales. Como si la caja fuera un Asram, una escuela de enseñanzas místicas, pero con todas las comodidades: aire acondicionado en verano y calefacción en invierno. ¿Qué más podía desear en  esta vida?